Tengo un serio problema que se
irá macerando con los años. Se trata de las dedicatorias que dejas en cada uno
de los libros que con amor escoges para mí. Estaba entretenida, terminando de
atragantarme con “Los Conejos Blancos” de Leonora Carrington; uno de las
recomendaciones de Cortázar – si él lo sugiere, así no me guste, me lo como-.
Pude oír, su pequeña voz
preguntando “¿mamá, quien era Diego?” mientras sus pequeñas manitos sostienen
ese libro con una de tus dedicatorias. Antes de responderle,
reflexionaría en la mala decisión que tomamos cuando la inscribimos en el colegio
y maldeciría el día en que aprendió a leer.
Luego quitaría, suavemente, el texto de entre sus dedos, abriría la
primera página y recordaría a “Diego”. Pensaría en la incomodidad de su padre
al oír esa pregunta; lo imaginé con una sonrisa socarrona y atento, esperando mi respuesta.
Entonces, la cargaría y la sentaría en mi regazo, le acariciaría la cabeza y le
susurraría con nostalgia “un amigo de mamá”. Después me sentiría aliviada pero
al mismo tiempo preocupada pensando en el día que crezca y comprenda que los
amigos no escriben dedicatorias que terminan con un “te amo”. Entonces, descubriría que mamá no sólo amo a
papá sino que hubo alguien más de quien se enamoró hasta perder la razón.
Rompería su corazón saber que papá no fue el único en su vida. Esa pequeña
dedicatoria, esa indiscreción romántica tuya, atentaría contra la despreocupación
propia de su calidad de “hija” para con la felicidad de uno de sus padres.
Al terminar el día, me iría a
dormir, soñaría contigo y recordaría por qué nos separamos. Miraría al lado de
la cama a mi esposo por unos segundos y me sentiría segura. Sigo sin entender por qué
luego de tantos años guardé ese libro. El día siguiente, dirigiría mis pasos sigilosos
al estante en busca del libro, releería
la dedicatoria y volvería a acariciar a esos conejos blancos de Leonora. Las
siguientes noches ese libro que una vez sostuvieron tus manos se convertiría en
un artículo de primera necesidad en la mesa de noche. Mi esposo demostraría
indiferencia por la nueva adición al dormitorio; pensaría que luego de tantos
años es sólo un intento para despertar celos adolescentes en su corazón.
Finalmente para restarle interés me preguntaría si encontré satisfactoria mi
lectura; le daría un beso y le diría que la encontré fascinante. Se acomodaría
en la cama mientras dice en voz alta que le parece un capricho volver a leer
una historia de la cual ya sé el final. Cómo explicarle que no paso de la
primera página.
Me veo obligada a dejar de soñar
despierta; forzada a regresar a la realidad porque la crueldad de la ficción me
despertó a patadas. Sin embargo, a mi regreso esa dedicatoria aún sigue
esperando de pie en la página número uno ¿Aún no te das cuenta de lo que has
hecho, verdad? Esa inocente muestra de amor vertida en tinta nos ha condenado a
mi indolente epifanía. Es imperante que proteja a mi familia ficticia, a mi inexistente
hija de la desilusión y a mi imaginario esposo del desamor. Por lo tanto, la
única solución para evitar la catástrofe narrada es que tanto el libro y yo nos
condenemos a no separarnos de ti. Cuando te invada el delirante pensamiento que
estoy enamorada de ti, detente por un momento y recuerda que sólo soy una madre
protegiendo a su hipotética familia.