sábado, 11 de diciembre de 2010

Cesar

Miraba el reloj de la sala de espera mientras la recordaba ¿no se supone que ella estaría en la salud y la enfermedad, hasta que muerte los separe? Todos los días le dedicaba un pensamiento lleno de resentimiento, veinte minutos de cada día pensando en ella reclamándole a regañadientes “seguro te moriste, solo por darme la contra”. ¡Nuñez Dongo Cesar Manuel! Resonó su nombre en el área de geriatría, se levantó presuroso renegando siempre renegando. Entró al consultorio seguido por una enfermera, se sentó, se saco la camisa y se limitó a mirarla ofreciéndole su brazo para que le tomara la presión. Entró a la farmacia a comprar sus doscientas o trescientas pastillas, no pudo evitar recordarla, la primera vez que la vio fue en una farmacia sesenta años atrás. Aida, la muchachita que dejó la universidad en Lima y regresó a Cuzco un verano castigada y confinada a trabajar en el negocio familiar como cajera. El mismo verano en que Cesar fue trasladado a un cuartel de la misma provincia. De pronto suspiro, estaba en la cola de una farmacia de nuevo pero sabía que al final no lo esperaría ella, quería escapar de su recuerdo y solo conseguía preguntarse ¿en qué momento me quede en un mundo sin ti? Se miró al espejo y no logró reconocerse sólo podía pensar en el joven oficial recién graduado de veinte años que fue un día, lo invadió la soledad de hace seis décadas pero la soledad de los veinte no es la misma que la de los ochenta.

Por más que intentaba no sabía conservar su recuerdo, el aire se había encargado de llevarse su olor y la memoria sólo conseguía darle piezas de rompecabezas de sus ojos, su boca, su sonrisa ¿Cómo recuperarte y que no daría por tenerte un segundo más? De pronto, todo estaba justificado cada una de las decisiones en su vida lo habían conducido a ella, a ese momento, a esa farmacia a la que regreso durante tres meses seguidos antes de atreverse a preguntarle su nombre. Siempre amanecía al lado izquierdo de la cama mirando las cenizas de Aida ¿Cuándo el amor de tu vida terminó como polvo en una caja de madera?


Sabía que se había convertido en un viejo maniático adicto a la novelas de Gabriel García Márquez y a su colección de discos de vinilo. El despertador sonaba todos los días a las cinco de la mañana y al abrir los ojos, sólo por tres segundos olvidaba que ella ya no estaba, sólo tres segundos y pensar que estas aquí, a mi lado. El desayuno, pan con mermelada, mantequilla, leche sin lactosa mezclada con café descafeinado y sus doscientas o trescientas pastillas. Caminaba por las calles silbando el bolero de Ravel anunciando su llegada, como si alguien lo esperara. Por algún motivo mantener la rutina lo alejaba del cambio, una rutina sin ella, una rutina de sesenta años con su perfume y su risa y por algún motivo aún guardaba la secreta esperanza de que ella cruzaría la puerta cualquier día, entonces, no habrían preguntas y no existiría la lógica, tal vez sólo una pregunta ¿por qué tardaste tanto tiempo? No existe mayor racionalidad en el amor, llegas a pensar que si deseas lo suficiente el mundo conspirara.

Odiaba a los niños pero adoraba a las viudas. Luego de Aida había salido con un par pero sólo lograban ensalzar su recuerdo. Todas llenas de fallas y sólo podía pensar “con razón se les murió el esposo, la excusa perfecta para escapar de ellas”. No hay manera de olvidar al amor de tu vida, lo guardas dentro de ti y sí, encuentras la forma de continuar. Lo guardas bajo tu piel y le conversas en la soledad cuando nadie oye y cuando nadie ve.

No hay comentarios: