Detesto los consejos; debe de ser
por eso que pido muy pocos. Descubrí que
la mejor manera de ahogar este impulso repentino de acuchillar a una persona
mientras empieza la oración “si yo estuviera en tu lugar…”, es aparentar que
escucho atentamente y asentir con mi cabeza, quizás acompañar con una guarnición de un “aja”
o un “claro”.
Cada situación rebosa de
particularidades; cuando me piden un consejo referente a un tercero es
imposible que pueda acertar porque simplemente no lo conozco. Y aún conociéndolo
como la palma de mi mano, las personas suelen ser impredecibles. Cada vez que
voy a sostener una conversación seria – anunciada - con
alguien, repaso todo un guión en mi cabeza de frases o discursos que podría
usar. Son contadas las veces que he llamado a una amiga y he preguntado qué
debería de decirle a fulanito de tal.
Mi naturaleza flemática me ha
demostrado que la procesión debe de ir por dentro. Confieso que detesto cuando
mis amigas me envían fragmentos de conversaciones con sus novios o
pretendientes; jamás las leo. Cuando tenía 13 o 14 años y mi bondad estaba en pañales,
lo hacía y hasta me las memorizaba. Pero descubrí que no es correcto dar
consejos sin conocer las dos historias ¿en qué corte es eso admisible?
No obstante, soy pro consuelo; sé
exactamente qué números telefónicos digitar en caso de siniestro emocional. Sólo
saber que cuando estoy en desgracia esas personas me van a escuchar a pesar que
en medio del llanto no comprendan ni un carajo de lo que estoy diciendo o sintiendo; es
suficiente saber que existe un “en las buenas y en las malas” sin necesidad de
un acuerdo nupcial de por medio.