domingo, 16 de diciembre de 2012

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Detesto los consejos; debe de ser por eso que pido muy pocos.  Descubrí que la mejor manera de ahogar este impulso repentino de acuchillar a una persona mientras empieza la oración “si yo estuviera en tu lugar…”, es aparentar que escucho atentamente y asentir con mi cabeza, quizás acompañar con una guarnición de un “aja” o un “claro”. 

Cada situación rebosa de particularidades; cuando me piden un consejo referente a un tercero es imposible que pueda acertar porque simplemente no lo conozco. Y aún conociéndolo como la palma de mi mano, las personas suelen ser impredecibles. Cada vez que voy a sostener una conversación seria – anunciada - con alguien, repaso todo un guión en mi cabeza de frases o discursos que podría usar. Son contadas las veces que he llamado a una amiga y he preguntado qué debería de decirle a fulanito de tal. 

Mi naturaleza flemática me ha demostrado que la procesión debe de ir por dentro. Confieso que detesto cuando mis amigas me envían fragmentos de conversaciones con sus novios o pretendientes; jamás las leo. Cuando tenía 13 o 14 años y mi bondad estaba en pañales, lo hacía y hasta me las memorizaba. Pero descubrí que no es correcto dar consejos sin conocer las dos historias ¿en qué corte es eso admisible? 

No obstante, soy pro consuelo; sé exactamente qué números telefónicos digitar en caso de siniestro emocional. Sólo saber que cuando estoy en desgracia esas personas me van a escuchar a pesar que en medio del llanto no comprendan ni un carajo de lo que estoy diciendo o sintiendo; es suficiente saber que existe un “en las buenas y en las malas” sin necesidad de un acuerdo nupcial de por medio.