miércoles, 5 de diciembre de 2012

Intruso


Tenía tan solo seis años cuando me dieron la peor noticia de mi vida (una prueba para mi frágil e inocente alma); mis ojos se llenaron de lágrimas y no dejaban de resonar en mis oídos las palabras: “vas a tener un hermano”. Mis padres conscientes de mi congoja me ofrecieron un trato para calmar mi dolor, me prometieron que al nacer la criatura lo enviarían a que se crie con los cerdos, pavos y patos en la granja de mi abuela. No obstante, mi bondad hizo que buscara la fuerza interna para perdonar su debilidad carnal y permitir que el fruto de su imprudencia creciera conmigo, bajo el mismo techo.

Recuerdo la noche en que llegó a casa, lo pusieron en su cuna mientras yo jugaba con mis amigos imaginarios en el cuarto de al lado. Embriagada por los celos y guiada por el arrepentimiento de haber aceptado albergar a ese intruso, caminé a su cuarto. Era tan rojo y pequeño – un parásito con olor a recién nacido- , lo tomé entre mis inocentes manos y lo puse boca abajo, lo tapé con sus  suaves y azules sábanas esperando a que se asfixie. Regresé a mi juego, nuevamente mi benevolencia volvió a tocar mi gran corazón, llamé a mi papá y le dije que el bebé estaba en una rara posición; es aquí donde decubrí mi gran bondad, decidí dejarlo vivir (no descarté la posibilidad de que sufriera un fortuito accidente mas adelante).

Cada año que pasa, pierdo un poco más a ese pequeño al cual le perdoné la vida. Su santo es más que una celebración de que cumpla un año más en esta tierra; es el aniversario del magnánimo y generoso ser  que estaba destinada a ser.



 
Hoy, yo daría mi vida por ti.