jueves, 4 de abril de 2013

Pongase en mis zapatos

Adiós silencio, camino por un pasillo (con la gracia de un bebé de flamingo). Mis pasos golpeando el suelo anunciando mi llegada, cómo un caballo galopando sobre el cemento. Los tacos número nueve han generado cuatro bajas dentro de mi noble batallón de diez soldados. Las curitas se despegan de mi piel, las heridas en mis talones son las marcas de una guerra en contra de la feminidad corporativa, perdí. Es oficial, he renunciado al anonimato del cual una vez gozaron mis pasos. Mis pies viven el luto y lloran lágrimas de sangre recordando esos momentos felices cuando su planta se acomodaba dentro de un maravilloso par de converse. Mientras trato de sostenerme y conservar el equilibrio, mis uñas entran en huelga y parece que cada una tuviera pulso propio.

Llego a casa, olvido todos los placeres de la vida; mi mente sólo se enfoca en una meta y esa es liberarme lo más pronto posible de ese calzado sadomasoquista. Una vez libre, por mi boca salen sonidos de placer, cualquiera podría pensar que estoy teniendo el mejor orgasmo de mi vida. Huyo por todo el departamento, me escondo de la mirada inquisidora de mis viejas zapatillas, puedo sentir  cómo los pasadores me señalan diciendo: “te lo dije”. De pronto, el horror, mis dedos sanguinolentos y ampollas rellenas de líquido son vestigios de la masacre.  Caigo en un profundo sueño producto de la impresión, me pierdo al cerrar los ojos; imagino a Lucifer sosteniendo un par de tacos y dándome la bienvenida en la puerta del infierno (así debe de ser el averno, lleno de mujeres llorando sus pecados y caminando en taco doce, condenadas por toda la eternidad).

Suena el despertador, me entrego al capitalismo y maldigo el momento en que Adán y Eva mordieron la manzana. Es momento de salir y enfundar mis pies en esos zapatos taco nueve. Miro mis meñiques y todo se ve tan claro, eso de amputarlos suena, ahora, tan coherente (Alzo la mirada en busca de un objeto punzo cortante). Las inyecciones de silicona ya no son un disparate;  permitiría hasta implantes de plastelina (¡oh! Qué bien se sentiría). Subo a un micro, me siento y agradezco a Dios por haber encontrado descanso. De pronto, una anciana me pide un poco de cortesía; el dolor de una mujer en taco nueve supera el respeto por los de avanzada edad, embarazadas o niños. Casi tentada por decirle que estaba gestando, mi conciencia me detiene y le sonrió a la vieja mientras pienso “ya a esta edad ni deberían de dejarla salir”. Me tambaleo para no caer en cada frenada brutal del inconsciente conductor. Una vez en el trabajo, mi vejiga me ruega descargarla. Es otro día, mis pasos se anuncian solos.