Mi madre siempre ha sufrido de
mil manías, entre ellas, no tolera que las personas la “sobajeen”, como suele
decir. Cada vez que se encuentra pronta a enfrentar una multitud recalca lo
repugnante que es sentir pieles ajenas frotándose con la propia (aún no me
queda claro cómo logró reproducirse). No duda en tildar a toda persona que
guste de rozar sus brazos u hombros desnudos alguno ajeno, de sociópata. Cuando
esto ha sucedido, por accidente, da un
salto y empieza a gritar improperios; es cómo ver a un chihuahua histérico.
Ella con su metro y medio de estatura y sus 45 kilos, es un dolor de cabeza
para cualquier transeúnte.
Era un domingo como cualquier
otro, ella esperaba tranquila en la cola del supermercado. Hasta que una pobre
mujer fue víctima del infortunio, rozó su mano derecha contra el brazo de mi
madre. De todos los brazos del mundo, su mano tuvo que acariciar justo el de mi
madre. Pude ver el momento en cámara lenta, el rostro de la que me trajo al
mundo empezó a desfigurarse. El ataque era inminente, el horror estaba por
manifestarse en breves segundos:
- ¡¿Acaso no le da asco?! ¡¿No le importa que yo
pueda tener alguna enfermedad?! No comprendo cómo no puede sentir asco – dirigiéndose
a mí con una mirada cómplice y rascandose la piel desesperada.
- Señora x: Cálmese. Pobre su marido - dijo en voz baja.
Al escuchar a la señora agredir a
mi diminuta y descocada madre, un sentimiento de protección brotó naturalmente en
mí. Entonces decidí intervenir:
- Para su información ella es divorciada (con voz justiciera)
La mujer lanzó una carcajada y dijo:
- Bueno, con razón.
Mi mínima madre clavó sus ojos en
los míos de manera determinante y susurró:
-Nunca vuelvas a defenderme.