Tenía tan solo seis años cuando
me dieron la peor noticia de mi vida (una prueba para mi frágil e inocente alma); mis ojos se llenaron de lágrimas y no
dejaban de resonar en mis oídos las palabras: “vas a tener un hermano”. Mis
padres conscientes de mi congoja me ofrecieron un trato para calmar mi dolor, me
prometieron que al nacer la criatura lo enviarían a que se crie con los cerdos,
pavos y patos en la granja de mi abuela. No obstante, mi bondad hizo que
buscara la fuerza interna para perdonar su debilidad carnal y permitir que el fruto de su imprudencia creciera conmigo,
bajo el mismo techo.
Recuerdo la noche en que llegó a
casa, lo pusieron en su cuna mientras yo jugaba con mis amigos imaginarios en
el cuarto de al lado. Embriagada por los celos y guiada por el arrepentimiento
de haber aceptado albergar a ese intruso, caminé a su cuarto. Era tan rojo y
pequeño – un parásito con olor a recién nacido- , lo tomé entre mis inocentes
manos y lo puse boca abajo, lo tapé con sus suaves y azules sábanas esperando a que se asfixie.
Regresé a mi juego, nuevamente mi benevolencia volvió a tocar mi gran corazón,
llamé a mi papá y le dije que el bebé estaba en una rara posición; es aquí donde decubrí mi gran bondad, decidí
dejarlo vivir (no descarté la posibilidad de que sufriera un fortuito accidente mas adelante).
Cada año que pasa, pierdo un poco
más a ese pequeño al cual le perdoné la vida. Su santo es más que una
celebración de que cumpla un año más en esta tierra; es el aniversario del magnánimo
y generoso ser que estaba destinada a ser.
Hoy, yo daría mi vida por ti.